Hace dos días asistí a la última sesión del Observatorio Económico de Andalucía (@OEAndalucia) en el que intervenía como ponente Gonzalo Solana, director de la Cátedra Nebrija-Santander de Dirección Internacional de Empresas y, entre otras cosas, expresidente del Tribunal Nacional de la Competencia y exdirector del Servicio de Estudios del Consejo Superior de Cámaras de Comercio de España.

Fue una charla de sesgo optimista, puesto que el ajuste de la balanza comercial española se ha realizado en 3 años pero sin contar con la “manija de la devaluación”. Esto significa que, a diferencia de otras ocasiones, una gran parte de dicho ajuste se ha debido a una ganancia de competitividad de las empresas españolas mucho más profunda y real que la que se aporta vía precios en la devaluación, en el sentido de que los efectos deberían ser más estructurales.

En teoría, no le falta razón. El recurso a las devaluaciones competitivas ha sido siempre una salida “fácil” de las crisis, ya que abarata los bienes nacionales en los mercados internacionales al mismo tiempo que encarece las importaciones. Sin embargo, a cambio, se produce un empobrecimiento inmediato de la sociedad nacional (sí, eso también está pasando ahora, pero por diferentes motivos) y suele ir perdiéndose dicha ventaja por la vía de la inflación. Solana mantiene que esta vez es distinto y que es posible que esta mejora de la competitividad sea de mayor alcance que en crisis pasadas. Apoya esta tesis con datos que denotan un aumento de la diversidad geográfica de nuestras exportaciones (con un peso creciente de las ventas a economías emergentes), pero también sectorial (con cada vez más sectores productivos accediendo a los mercados internacionales).

El pero, siempre hay un pero, es que nuestra empresa media es menor que la media del resto de Europa (y de una parte importante del mundo). Y el tamaño es uno de los factores más vinculados a la probabilidad de internacionalización de las empresas, ya que se relaciona directamente con el acceso a la financiación y a los recursos especializados (entre ellos los humanos) para poner en marcha procesos de internacionalización empresarial (véase a este respecto el informe que realizamos desde Fundación Cajamar sobre la dimensión de las industrias alimentarias españolas).

Si pensamos ahora en el sistema agroalimentario, nos daremos cuenta de que el factor dimensión no sólo es necesario para la internacionalización, sino que desde hace años se ha convertido en una condición previa para la supervivencia. Además, una vez ha quedado claro que el sector no puede contar con la aquiescencia de las autoridades de la competencia, y que la Ley de la Cadena Agroalimentaria que pretendía un reequilibrio del poder a lo largo de la misma, tendrá que ser muy recortada si quiere alguna vez entrar en vigor; las alternativas son más evidentes que nunca.

Durante siglos, los agricultores y ganaderos podían vender su producción en los mercados locales: la demanda era escasa, la sociedad era muy rural y el marketing no se había inventado.  Pero la urbanización y la desagrarización de las economías cambiaron definitivamente todo eso. Las cadenas de suministro se estiraron y surgió el modelo del monocultivo y la especialización (al modo de la incipiente sociedad industrial). Aquello ha desembocado hoy en un mercado muy globalizado en el que los agentes de los últimos eslabones de la cadena son grandes conglomerados empresariales, que ejercen un mandato de hierro sobre la cadena aguas arriba.  Por otra parte, las necesidades de los consumidores se han ampliado y se han ido haciendo cada vez más complejas, hasta el punto de que se requieren inversiones cada vez más cuantiosas para dar satisfacción a las mismas.

En un panorama así, el pequeño está condenado a malvivir o a hiperespecializarse en un nicho concreto de mercado. Pero el nicho, por definición, es muy pequeño y no puede dar cabida a todos los productores. La mayor parte de los mismos están abocados, por tanto, a crecer o desaparecer. La cooperativización de actividades ha sido desde siempre una fórmula muy utilizada en el campo, y aún hoy puede y debe seguir jugando un papel relevante. Pero es evidente que no puede ser a base de un tejido de muchas cooperativas de pequeño tamaño y escaso alcance. Deberíamos optar por un modelo similar al nórdico: grandes cooperativas con amplitud de productos y servicios, altamente internacionalizadas y profesionalizadas.

Resumiendo, el acceso a los mercados de exportación (preferiblemente a los de elevado crecimiento o emergentes) y el aumento de la dimensión media de las empresas agroalimentarias españolas se convierte en un diptongo al que hay que aspirar, al menos si las inercias económicas, institucionales y políticas no cambian radicalmente a corto plazo. Insisto, en ese contexto la cooperativa tiene hoy más sentido que nunca, pues es un mecanismo de dimensionamiento rápido. Eso sí, también se precisa tener visión y decisión, y se necesita de forma estructural, como la competitividad de la que hablábamos al principio.