(Cualquier parecido con la realidad pasada, presente o futura es pura coincidencia)

Año 2014. Rusia ha cerrado su mercado a los productos alimenticios de la UE como represalia por las sanciones que los Estados de la Unión le han impuesto por su intervención en Ucrania. Mientras, en el resto del mundo se frotan las manos pensando en llenar el enorme vacío, y los rusos comienzan a quejarse por el desabastecimiento en sus lineales. Los europeos vuelven a hacer lo que mejor saben: ir cada uno a lo suyo.

(Desde la caída del Imperio Romano nadie ha sido capaz de unir bajo un mismo gobierno a tantos pueblos. Dicen que esa es en parte una de las explicaciones del avance bélico de los europeos y es la razón última de su conquista del mundo desde el siglo XV).

Desde Bruselas intentan ordenar el discurso, ponen en marcha protocolos de ayuda a las producciones afectadas, pero eso significa que otros productores no afectados terminen cobrando menos ayudas de la PAC. “¿Qué hay de lo mío?” Los Gobiernos dicen una cosa en Bruselas pero, por detrás, comienzan a presionar a otros gobiernos, a negociar enjuagues con Putin y a desviar la atención. Todo sea por sus tomates. Y sus vacas.

Un poder emergente en Iraq, tan disparatado como el de los talibanes, ha venido a coincidir en el tiempo con este problema. La mejor cortina de humo. Los cañones se apuntan hacia allí y la presión mediática disminuye en Ucrania. Los rusos encantados, los europeos encantados y los ucranianos jodidos. La guerra ahora es cosa de drones, no hace falta derramar sangre patria en desiertos lejanos. Asepsia garantizada, como en las cadenas de suministro de alimentos. Pero esa lección ya la conocen los fanáticos. El punto débil de la civilización occidental es el miedo. Comienza la escalada terrorista en todo el mundo, hasta que sucede un nuevo 11S: la gota que colma el vaso. Los muertos ahora están en la calle de al lado, en la ciudad de al lado, en el país de al lado. La venganza es lo que impulsa a los soldados que, ahora sí, se dirigen al desierto lejano. Todo sea por sus vacas,  y su seguridad. Y sus tomates.

Mientras, en la Europa cercana, dos antiguas repúblicas soviéticas se enfrentan por algo tan viejo como la energía. El granero ucraniano, poco a poco, se seca, como se secan los oleoductos que atraviesan el país. Y en el Norte hace mucho frío. “¿Por qué no podemos poner la calefacción?” Los muertos son menos muertos cuando uno tiene los pies congelados. Y entonces alguien comienza a negociar una alternativa de suministro con los rusos. En el fondo todo el mundo sabe quién ganará ese enfrentamiento. Todo sea por el bien de los ciudadanos. Y sus tomates y vacas.

El mundo se termina enfrentando a lo que llamará una guerra de civilizaciones, la última cruzada, y mientras un agricultor de alguna pequeña explotación hortícola del Mediterráneo comenzará a creer que sus tomates están manchados de sangre. Porque, hacia el final de todo, cuando cesen las bolsas negras, cuando se hayan alzado los héroes de la paz con su foto de firma en la ONU, es posible que algún medio de comunicación canonice que todo empezó por proteger los tomates y las vacas europeas. Siempre hace falta un culpable de cara a la Historia con mayúsculas.

Y el mundo seguirá igual…