Este artículo está elaborado para una columna mensual en El Economista. Sin embargo, al final, escrito en verde pimiento italiano, podrán leer un cierre expecífico para este Blog.
En uno de los mercados agrarios más avanzados de Andalucía, el hortofrutícola,sobreviven dos formas hasta cierto punto contradictorias de comercializar la producción. Simplificando, el alhondiguista y el cooperativo. En el primero, los agricultores llevan su producción a las instalaciones de la alhóndiga, normalmente una sociedad mercantil no cooperativa (aunque CASI constituye una exitosa excepción). Allí se concentran los compradores y agentes distribuidores que van retirando producto mediante una subasta a la baja.
Esta institución contribuyó en el origen a la mejora de la comercialización y la financiación de las explotaciones en Andalucía oriental y Murcia, aportando un mayor grado de transparencia al mercado y adelantando los gastos de campaña a los agricultores contra las futuras liquidaciones de género.
Por su parte, el sistema cooperativo surgió como una fórmula de superación de los problemas que generaba el anterior, en el que los agricultores querían llegar a los mercados de destino directamente. En este caso, las cooperativas gestionaban la venta con los mayoristas en origen, de forma que una mayor parte del valor añadido del producto quedaba en manos de los productores (manipulado, clasificación, transporte). La contrapartida era que el precio final tardaba más tiempo en formarse y los agricultores, a través de la cooperativa, asumían más riesgos.
Con el tiempo, ambos sistemas han llegado a convivir y, como reflejan planteamientos distintos, se han generado tensiones entre ellos. La formación diaria del precio en las alhóndigas es utilizada por los agricultores para presionar a sus cooperativas a aumentar las liquidaciones, y la posibilidad de convertirse directamente en OP (organizaciones de productores) hace que las alhóndigas vean con recelo a las cooperativas. En el fondo ambos sistemas compiten por comercializar la misma producción.
Las crecientes necesidades de normalización y control de la producción, los acuerdos de campaña con las grandes superficies y las consiguientes repercusiones en las necesidades de control de la producción parecen favorecer el desarrollo de las cooperativas. A su vez, esta mayor organización y disciplina en origen implicará que las alhóndigas tengan que reinventarse para hacer frente a ese futuro y para dar servicio a un conjunto de agricultores que no se sienten cómodos en el sistema cooperativo.
Ambos sistemas están condenados a convivir durante mucho tiempo, pero los dos están sometidos a similares incertidumbres y problemas de supervivencia. Para ambos la dimensión se ha convertido en un factor crítico de futuro, ambos tienen que afrontar la organización de la producción para cumplir programas de suministro (aunque es cierto que unos lo tienen más sencillo que otros) y todos, junto con el resto de los miembros de la cadena de distribución, tienen que ser capaces de garantizar la salubridad de los alimentos desde la tierra hasta la mesa. Dos sistemas, una misma misión. Dos filosofías, un solo destino...
Hace unos días, leía en el siempre interesante blog de José Antonio Arcos un llamativo artículo: "Concentración de la oferta hortofrutícola:NO, y menos en mi nombre". Su línea de argumentación hacía hincapié en la potencialmente peligrosa concentración de poder en manos de los aparatos gestores de las empresas: "Concentrar la oferta en un ramillete de unas pocas compañías es un peligro, salvo que de la noche a la mañana los dirigentes del campo se conviertan en personas altruistas que solo piensen en el bien común". Seguía con el abuso que de la idea hacen los políticos, que la han convertido en poco más que un eslogan para los actos de naturaleza agraria. También sostiene que los casos de concentración registrados no han redundado en una mejora de las cotizaciones de los productos. Finalmente se mantiene que el modelo agrario almeriense (que es al que él se refiere en su artículo) tiene una vocación de trabajo familiar de pequeña dimensión.
Aunque en loa comentarios de la entrada se ha abierto un sabroso debate al respecto, en el que he participado, creo que necesito un poco más de espacio para argumentar en condiciones.
Vaya por delante que coincido con el artículo en algunos puntos. Por ejemplo en el uso (abuso) del término concentración que hacen los políticos. En realidad, durante mucho tiempo “las políticas” servían para todo lo contrario de lo que decían “los políticos”, ya que se favorecía la escisión de cooperativas y el aumento desproporcionado de la capacidad instalada de manipulado.
Asimismo, es verdad que los precios de los productos sólo crecen muy de vez en cuando y que la tendencia a largo plazo es la de la reducción de las cotizaciones en términos reales.
Hasta aquí las coincidencias. El problema de los comportamientos egoístas es común en todas las organizaciones humanas. Por eso, las instituciones más avanzadas establecen sistemas de control y sanción. En las cooperativas ese mecanismo es muy potente, lo ha sido siempre, y es la Asamblea General la que, en última instancia, puede dar o quitar el poder. En este sentido, en las organizaciones más grandes, es más sencillo que haya opiniones divergentes que tengan que ser dilucidadas por las asambleas, por lo que no es necesariamente cierto que la mayor dimensión media suponga un mayor peligro de concentración de poder en la “oligarquía de cada empresa”.
El mercado mundial de los alimentos (y no olvidemos que el sector hortofrutícola español está muy volcado hacia el comercio exterior) está dominado por grandes empresas. Primero fue la gran industria; ahora es la gran distribución. La dimensión alcanzada por algunas de estas empresas les permite controlar hasta cierto punto tanto los precios como el resto de las cuestiones negociables en una relación comercial. No es casualidad que haya una enorme correlación entre los mercados en los que más concentrada está la distribución comercial minorista de alimentación y la existencia de las mayores cooperativas agrarias de Europa. La presión que esta gran distribución genera termina provocando la concentración de la oferta como respuesta y como medio de supervivencia.
Aunque la concentración es una estrategia de supervivencia, no es un fin en si mimo. No sirve de nada si no va acompañada de una mejora de la gestión, o de la productividad: de la competitividad. En demasiadas ocasiones las operaciones de fusión son más el producto de huidas hacia delante que de la búsqueda de soluciones a problemas comunes. Cuando se plantean en esos términos, suelen acabar mal. Sin embargo, también hay historias de éxito en las que las empresas de los agricultores crecen y se diversifican con el objetivo de captar porciones crecientes de valor añadido para sus socios.
Además, hay otra forma de concentrar, y es la que resulta de las decisiones de los agricultores, que terminan llevando sus producciones a las empresas que les ofrecen mejores servicios, y mejores liquidaciones. Eso sucede de manera natural y tiene que ver precisamente con la estructura de pequeñas explotaciones familiares. Esa libertad de decisión está contribuyendo a hacer más grandes a las empresas que ya lo son.
En cualquier caso, es posible que se concentre la oferta y al mismo tiempo sigan surgiendo nuevas empresas. Siempre hay sitio para la innovación, y esta no sólo se genera en el producto (que también) sino en las formas de comercializar o a través de la explotación de nuevos nichos de mercado.
Concluyendo en términos similares a los de José Antonio: