La OCDE y la FAO acaban de lanzar un informe sobre predicciones en los mercados agrarios hasta el año 2022. Aparte de la enorme dosis de voluntad que demuestra un ejercicio semejante (el plazo de tiempo es enorme), lo cierto es que algunas de ellas nos parecen bastante razonables (hoy, que a saber lo que sucede a partir de mañana).
Uno de los supuestos básicos es que en los próximos años se va a ralentizar el ritmo de crecimiento de la productividad. Es evidente que las mejoras más importantes en este terreno se producen por la explotación de tierras más fértiles (lo que no parece que suceda, toda vez que esas tierras ya están en producción); el avance del regadío (que es actualmente una de las fuentes de mejora, aunque otros organismos prevén que el acceso a los recursos hídricos para riego va a estar muy limitado en muchos lugares del mundo); la incorporación de especies/variedades más productivas, y la adopción de mejores prácticas de manejo de los cultivos. (Seguro que me dejo algo en el tintero, por favor, no me lo tengan en cuenta; o mejor, apúntenmelo en los comentarios).
Mi impresión personal es que tendrán que ser los dos últimos capítulos los que tiren de la productividad de ahora en adelante (de la misma forma que en el conjunto de la economía mundial, el crecimiento estará más vinculado a la innovación que a la puesta en producción de nuevos factores). El problema es que el potencial de mejora se reduce con cada innovación incorporada. Dicho de otra forma, a partir de un determinado umbral entra en acción la Ley de los rendimientos marginales decrecientes. Y, no lo olvidemos, estamos hablando de productividad física (no económica) y de procesos de reproducción de base biológica, por lo que las limitaciones en este terreno tambiém cuentan.
Otro de los temas que, a bote pronto, me han llamado la atención (juéguese con el módulo que viene a continuación) es el aumento tan importante de producción que se prevé para el biodiesel y el etanol, ambos combustibles de origen vegetal. La OCDE y la FAO prevén un crecimiento constante de la demanda de estos componentes en los próximos años, con ritmos muy superiores al del resto de las materias primas agrarias. Esta previsión se entiende en un mundo de petróleo escaso y encarecido, pero no encaja con el mundo en el que algunos analistas nos ven. Me explico, gracias al fraking (extracción de hidrocarburos por fractura hidraúlica) se comienza a especular con una nueva edad de oro de los combustibles fósiles, en los que estos no subiran de precio. Incluso, se presume que para el mismo 2020 EEUU podría volver a ser independiente energeticamente hablandio. Está claro que la OCDE no cree lo mismo (y yo creo que tiene razón: el petróleo más barato aumentará la demanda del mismo y rápidamente se volverá a alcanzar el nuevo pico).
Se ha comentado en numerosas ocasiones la importancia que la industria de los alimentos ha tenido para mitigar en España los negativos efectos de la crisis. Se ha hecho mucho hincapié en su contribución a la excelente marcha del sector exterior y en el sostenimiento del empleo.
Lo que no se suele remarcar, o no me suena que se haya hecho, es la gran estabilidad la industria de los alimentos. Circunstancia que puede verse en el siguiente gráfico. La del índice de producción industrial de los alimentos es claramente la menos nerviosa de las series que se representan, y es la que menos altibajos sufre a lo largo del tiempo. Si la comparamos con la línea verde, que es la industria en su conjunto, podemos ver que el cuento se asemeja a la fábula de la liebre y la tortuga. Inicialmente, la liebre, el conjunto de la industria nacional, crecía mucho más rápido que la industria de los alimentos. A principios del presente siglo se alcanzaba la mayor diferencia. Luego se ajustó un poco, pero hacia el final del ciclo expansivo asociado al sector inmobiliario, la industria volvió a tomar distancia.
La llegada de la crisis fue decisiva. La industria española literalmente colapsó. En poco más de un año el índice de actividad perdió una década. La rama de los alimentos, lógicamente, también se vio afectada (no olvidemos que la demanda nacional se vino abajo y eso significó menos ventas para todos), pero su retroceso fue insignificante en relación con el sufrido por el conjunto del sector. Durante la segunda recesión ambas series vuelven a caer, pero otra vez con intensidades diferentes. El resultado es que a la altura de mediados de 2014, la tortuga (la industria alimentaria) está en niveles máximos en lo que se refiere a su nivel de actividad, mientras que el conjunto de la industria está a niveles de 1994.
Evolución del Índice de Producción Industrial
Fuente: INE.
Obviamente, el cuento no ha terminado. Se seguirá escribiendo y es posible que la liebre vuelva por sus fueros, sobre todo, si se consolida la recuperación en la Eurozona y en la propia España. Ojalá se produjera, significaría que la economía española habría encontrado un nuevo motor. Ahora bien, lo que parece claro es que apostar por la industria de los alimentos es una estrategia que a largo plazo produce evidentes beneficios.